agosto 7, 2025
Gigantes en viaje: Las rutas de migración de las ballenas jorobadas
BY: Oceana
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Con cada invierno austral, un espectáculo silencioso pero colosal recorre las profundidades del océano Pacífico: las ballenas jorobadas emprenden uno de los viajes más largos y exigentes del reino animal.
La población del Pacífico sudeste migra desde las heladas aguas antárticas hacia los trópicos de Centroamérica para reproducirse y criar a sus crías. En este trayecto, algunas ballenas alcanzan las costas del norte de Perú —el límite sur de su área de reproducción— aunque la mayoría continúa su ruta hacia zonas más septentrionales. Este recorrido, de más de 8,000 kilómetros, conecta ecosistemas distantes y revela cómo la vida marina ha evolucionado para sobrevivir entre extremos térmicos, ambientales y geográficos. Si bien este fenómeno migratorio se observa también en otras poblaciones de jorobadas alrededor del mundo, la ruta del Pacífico sudeste es una de las más emblemáticas por su escala y complejidad ecológica.
Las ballenas jorobadas, conocidas científicamente como Megaptera novaeangliae, pertenecen al orden de los cetáceos, el grupo que incluye también a delfines y marsopas. Estos animales son mamíferos en toda regla: respiran aire, son de sangre caliente, amamantan a sus crías y conservan, en las largas aletas pectorales que las caracterizan, vestigios óseos que recuerdan su origen terrestre. En el suborden de los misticetos o ballenas de barbas, las jorobadas se agrupan dentro de la familia Balaenopteridae, los llamados rorcuales, que poseen pliegues en la garganta y barbas de queratina que actúan como filtros para alimentarse de krill y pequeños peces. Este diseño anatómico, sumado a su cuerpo que puede superar los quince metros y las cuarenta toneladas, las convierte en nadadoras formidables y en protagonistas de las migraciones más extensas conocidas en los océanos.

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La vida de estas ballenas es una historia de contrastes extremos. Pasan los veranos australes en los fríos mares polares, donde la abundancia de alimento les permite engordar formando una gruesa capa de grasa. Con la llegada del invierno, cuando la producción de krill disminuye, inician su migración hacia latitudes bajas. Allí, en aguas tropicales más cálidas y relativamente pobres en nutrientes, las ballenas se reproducen y las hembras dan a luz a sus crías. El recorrido hacia el norte, que puede prolongarse por semanas, las lleva a través de ambientes muy diversos: del hielo antártico a las corrientes productivas del Pacífico suroriental, pasando por áreas de surgencia como la corriente de Humboldt y zonas oceánicas de montes submarinos como la Dorsal de Nasca. Estos accidentes geográficos, invisibles en la superficie, son hitos ecológicos clave: concentran nutrientes y vida marina, ofreciendo escalas intermedias en la larga travesía.
Las ballenas jorobadas experimentan ciclos anuales de engorde y ayuno extremos. Durante el verano, en los polos, consumen enormes cantidades de alimento para acumular reservas lipídicas; en invierno, en cambio, ayunan durante semanas o incluso meses mientras se aparean y crían en aguas cálidas. Esta estrategia, aunque arriesgada, maximiza la supervivencia de las crías: las aguas tropicales ofrecen condiciones más benignas y reducen el riesgo de depredación por orcas, que son más abundantes en zonas frías. El patrón migratorio es altamente predecible: cada año, individuos de las mismas poblaciones regresan a áreas específicas de reproducción y alimentación, lo que ha permitido a los científicos estudiar su fidelidad a ciertos corredores oceánicos.

En el caso del Pacífico suroriental, el llamado “stock G” de ballenas jorobadas realiza una de las migraciones más largas documentadas: desde la península Antártica hasta aguas frente a Colombia y Panamá, pasando por las costas de Chile, Perú y Ecuador. Este recorrido de más de 8,300 kilómetros conecta ecosistemas subpolares, templados, subtropicales y tropicales, en un gradiente biológico sin paralelo. En el norte del Perú, especialmente frente a Tumbes y Piura, estas ballenas pueden observarse entre julio y octubre, coincidiendo con su época reproductiva. Allí, la interacción entre la corriente fría de Humboldt y las aguas más cálidas ecuatoriales crea un ambiente propicio para las crías, que necesitan temperaturas moderadas para conservar energía y evitar hipotermia.
Las rutas migratorias de las jorobadas no son líneas rígidas, sino corredores amplios que varían según la edad, el sexo y el estado reproductivo. Los adultos reproductores viajan primero hacia las áreas de cría, seguidos por hembras preñadas y finalmente por juveniles. La orientación en alta mar sigue siendo un misterio fascinante: estudios sugieren que utilizan una combinación de campos magnéticos, posición solar y referencias acústicas para mantener trayectorias sorprendentemente rectilíneas, con desviaciones menores a cinco grados durante miles de kilómetros. Es como si siguieran carreteras en el océano, un comportamiento que evolutivamente ha demostrado ser eficaz para la supervivencia.
El ecosistema que sustenta esta migración es dinámico y vulnerable. La corriente de Humboldt, una de las más productivas del mundo, nutre a innumerables especies marinas y a las propias ballenas durante parte de su viaje. Sin embargo, fenómenos como El Niño alteran drásticamente esta productividad: las aguas cálidas reducen los nutrientes disponibles, desplazando a las presas y obligando a las ballenas a modificar sus rutas o ayunar por más tiempo. Además, la presencia humana añade nuevos riesgos. Colisiones con embarcaciones, enredos en redes de pesca y contaminación acústica son amenazas crecientes en corredores migratorios que antes estaban libres de tráfico. A esto se suma la expansión del turismo de avistamiento: si bien puede fomentar la conservación al generar conciencia y beneficios económicos locales, también requiere regulaciones estrictas para evitar perturbaciones durante la reproducción.

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La importancia ecológica de las ballenas jorobadas va más allá de su carisma. Al migrar entre polos y trópicos, transportan nutrientes que fertilizan diferentes partes del océano; sus excrementos ricos en hierro y nitrógeno estimulan el crecimiento del fitoplancton, base de la cadena alimenticia marina. Este “efecto bomba” conecta ecosistemas distantes y sugiere que la recuperación de las poblaciones de ballenas tras el fin de la caza comercial podría beneficiar indirectamente la productividad oceánica global.
En Perú, la presencia de ballenas jorobadas ha pasado de ser un dato científico marginal a un atractivo turístico y cultural en expansión. En localidades como Los Órganos o Máncora, las temporadas de avistamiento congregan numerosos visitantes que buscan un turismo vivencial. Otro punto clave para la observación de cetáceos es la Reserva Nacional de Paracas, en la provincia de Pisco, departamento de Ica (13°47’–14°17’S y 76°30’–76°00’W). Este espacio protegido abarca 3,350 km² —65 % marinos y 35 % terrestres— e incluye aguas, islas y zonas costeras de alta biodiversidad. Entre julio y noviembre se avistan ballenas jorobadas (Megaptera novaeangliae), mientras que entre julio y septiembre pueden observarse cachalotes (Physeter macrocephalus). De manera permanente habitan la zona delfines nariz de botella (Tursiops truncatus), marsopas de Burmeister (Phocoena spinipinnis), delfines comunes de hocico largo (Delphinus capensis) y delfines oscuros (Lagenorhynchus obscurus). Además, este ecosistema alberga especies en peligro como la nutria marina y el pingüino de Humboldt, así como lobos marinos sudamericanos, lobos finos y más de 200 especies de aves, incluidas el potoyunco peruano y otras aves marinas endémicas de las costas del Pacífico septrentional.
En los últimos años, el Estado peruano ha reforzado las medidas de conservación de estos mamíferos marinos en concordancia con compromisos internacionales. Según la viceministra de Desarrollo Estratégico de los Recursos Naturales, Raquel Soto, el Perú integra la Comisión Ballenera Internacional y la Comisión Permanente del Pacífico Sur, y es signatario de la Convención sobre las Especies Migratorias, lo que implica la adopción de acciones concretas de protección en aguas nacionales. En este marco, desde 2018, la Comisión Multisectorial de Gestión Ambiental del Medio Marino-Costero (Comuma), liderada por el Ministerio del Ambiente (Minam), participa en la elaboración del Reglamento de Avistamiento de Cetáceos y, en 2019, el Ministerio de la Producción estableció las distancias mínimas de acercamiento para estas especies. Asimismo, el Minam, en coordinación con la Dirección General de Capitanías y Guardacostas del Perú (Dicapi), desarrolla una propuesta normativa sobre dispositivos de separación de tráfico en la costa norte del país, orientada a reducir el riesgo de colisiones entre buques comerciales y ballenas jorobadas u otros cetáceos. Esta iniciativa ya ha sido presentada ante la Organización Marítima Internacional (OMI), entidad competente en la materia.
La migración de las ballenas jorobadas hacia Perú es, en última instancia, una historia de resistencia y adaptación. Nos recuerda que los océanos son redes vivas donde cada corriente, cada surgencia y cada especie se entrelazan en un ciclo milenario. Proteger estas rutas no solo asegura el futuro de una especie carismática; también garantiza la salud de los ecosistemas marinos de los que dependen innumerables formas de vida, incluida la nuestra. En tiempos de cambio climático y presión humana creciente, seguir los caminos de estas “viajeras incansables” nos invita a repensar nuestra relación con el mar y a valorar los misterios que todavía guarda bajo sus olas.